SINOPSIS
Esta lectura existe desde siempre y, de creer a las mentes sensatas, supera lo que se puede afirmar razonablemente a propósito de una obra literaria: va demasiado lejos, se nos dice. Mi sensación es que se queda corta, porque no es únicamente Próspero, sino el conjunto de la obra, todos sus elementos, todos sus personajes, los que nos hablan de la creación shakespeariana –comenzando por Calibán, el principal obstáculo para una interpretación satisfactoria de La tempestad–. Nuestra veneración por Shakespeare es tan grande que no soportamos la idea, sin embargo bastante evidente, de que al crear este último monstruo pensaba fundamentalmente en sí mismo y en su teatro.
Próspero no carece de perversidad al haber suscitado en su hermano el deseo de apropiarse de su ser ducal. Se presenta como una víctima ingenua, como un idealista al que sólo interesan los libros, totalmente extraño a la pasión que diseca con tanta pasión. Nosotros no podemos tomárnoslo en serio.
En cuanto lo ha perdido, quiere recuperarlo a cualquier precio. Todo en este retrato es cómicamente conforme al más clásico de los tipos shakespearianos.
La obsesión por el hermano enemigo se traiciona a cada instante: «Cómo un hermano puede ser tan pérfido [ ... ] Dime si ése puede ser mi hermano...» ¿De veras? ¡Si Shakespeare casi nunca ha descrito otro tipo de hermano!
¿Qué ocurre con esa tempestad que Próspero desencadena y detiene a voluntad y de la que no resulta ningún daño? Sólo es, evidentemente, una tempestad bajo un cráneo, el de Próspero, una obra de pura (o impura) imaginación, la obra misma que escuchamos.
Esta tempestad tiene un solo y único efecto, el de llevar a todos los enemigos de Próspero bajo su férula, al único lugar donde todos sus deseos son inmediatamente ejecutados, su isla, su propio universo, el de la creación literaria. Eso es lo que cualquier escritor puede hacer a voluntad: convertir a sus enemigos en personajes de su propia ficción y, en ese
marco, castigarlos como mejor le parezca. El carácter imaginario de esta venganza aparece con evidencia al final de la obra en la ausencia misma de desenlace: no vemos a Antonio inclinarse ante su hermano, la venganza literaria de Próspero se esfuma.
¿Qué escritor no escribe para satisfacer el deseo que denuncia virtuosamente en sus obras, el de la gloria y el aplastamiento de todos sus rivales? La impotencia del artista respecto al mundo lo convence de que es depositario de una virtud inmaculada. Una obra de teatro es el campo de batalla imaginario donde el dramaturgo toma su revancha sobre la «vida real».
El poder que ejerce Próspero al margen de su ficción no está a la altura del que ejerce en lo imaginario. Cuando ve a Fernando y a Miranda enamorados, exclama: «La cosa marcha» («La cosa» significa su propia «magia»). Próspero imagina que él es el único artesano de ese amor, como de todos los restantes acontecimientos de su obra; eso sólo es cierto en la medida en que se trata de su obra. En sus relaciones con los seres reales que Miranda y Fernando, por otra parte, siguen siendo, Próspero es un anciano impotente.
La tempestad del acto I, escena 1, no es un fenómeno natural, sino una absurda batalla por el poder a bordo de una nave que se supone desarbolada por la tormenta. En cualquier circunstancia y más especialmente en caso de peligro extremo, el comandante de la nave es quien debe dirigir la maniobra, pero, en ese barco singular, la autoridad legítima está básicamente minada por la indisciplina de los pasajeros, todos ellos aristócratas, entre los cuales hay un duque y un rey.
En lugar de ocuparse cada uno de sus cosas, las dos jerarquías enfrentadas intentan miméticamente suplantarse y dominar el conjunto de la nave, la cual, en consecuencia, zozobra cada vez con mayor rapidez. Al destruirse mutuamente en su combate de dobles, los antagonistas precipitan el desastre que un poco de colaboración habría sin duda evitado.